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Nací una estruendosa noche de noviembre, según mi madre. Tal vez por eso fui un niño feliz: aquella noche no había luna, tronaba, pero ella me enseñó a amar cualquier cosa que formara parte de nuestra existencia.

jueves, 26 de marzo de 2009

Carajos

El tipo era como una cigüeña. Larguirucho y flaco y con una nariz fea, muy gorda. Le gustaba sonreir cerca de la barra de la discoteca. Siempre se ponía allí, muy cerca de la barra. Entonces, se abría la bragueta y se ponía a hablar con alguien, normalmente una chica; a veces, un viejo. Nos descojonábamos. La cosa le colgaba como un dedo meñique y eso lo hacía más gracioso, porque él hablaba como si nada, y las chicas -o los viejos- también. Luego, yo llegaba a casa y me santiguaba. Rezaba, pero nunca confesé a nadie -tampoco al padre Ricard- mis tribulaciones. Hoy lo hago aquí. ¿Por qué? Porque me sale del carajo y porque al pasar delante de mi madre, he visto el crucifijo entre sus manos.

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